Sobre la propiedad del convento de la orden franciscana en Hellín (I).

(Artículo publicado en diario digital El Objetivo de Hellín)

A estas alturas de la película, casi nadie ignora la polémica surgida en torno a la propiedad del Convento de San Francisco. De todo lo que se ha dicho y escrito hasta ahora, lo único cierto es que, conforme a lo recogido en el Registro de la Propiedad, a la postre, única fuente fidedigna aparecida hasta la fecha de hoy, el pleno dominio del inmueble se atribuiría, con todas las consecuencias que ello conlleva, al Ayuntamiento de Hellín. Por otro lado, nadie duda de que la orden franciscana ha venido haciendo uso del convento como si de su propia casa fuera desde hace muchos años, y este uso se ha estado realizando de manera pública y evidente. Por tanto, la cuestión que surge y, es la que el Ayuntamiento trata de resolver, es si esa ocupación (o posesión) por más de 30 años -la cifra no es caprichosa- por parte de la orden mendicante ha derivado en algún tipo de derecho en su favor sobre el inmueble. Antes dar respuesta a esa pregunta, es necesario retroceder algunos años y conocer el motivo que causa dicha inscripción en el Registro de la Propiedad.

Está fuera de controversia que fuera la orden franciscana la que, en el siglo XVI, construyera el edificio que hoy se erige en la plaza de San Francisco, y también es un hecho que tampoco admite discusión que la orden se nutrió de muchas y muy variadas donaciones y aportaciones, ya fuera en moneda fungible o en forma de talla, por parte de los habitantes de la población hellinera y adyacente para convertirse en lo que hoy es.

Dicho lo anterior, adelantamos un par de siglos y nos situamos en la época de la desamortización, allá por el siglo XIX. La desamortización eclesiástica fue un proceso político, económico y social llevado a cabo por los distintos gobiernos de corte liberal por el que se expropiaron bienes pertenecientes a la Iglesia para su venta con el fin de sanear las maltrechas arcas de la hacienda pública. Durante casi medio siglo, se sucedieron distintas leyes, decretos y reales órdenes, más de una veintena de normas generales, por las que se nacionalizaron los bienes de distintas órdenes religiosas (“conversión en bienes nacionales”) sin compensación económica alguna, lo que ahora llamaríamos justiprecio, para su posterior venta en pública subasta.

Nuestro Convento, otrora conocido, de Nuestra Señora de los Ángeles, no fue ajeno a estos vaivenes legislativos y así, por Decreto de 25 de julio de 1.835 (Gaceta de Madrid de 29/07/1.835) se resolvió que “los monasterios y conventos de religiosos que no tengan 12 individuos profesos […] quedan desde luego suprimidos”, a lo que se añadía que “sus bienes, rentas y efectos de cualquier clase” se aplicarán “a la extinción de la deuda pública”. Posteriormente, por Decreto de 11 de octubre de 1.835 (Gaceta de Madrid de 14/10/1.835) la anterior medida se extendió a “todos los monasterios de órdenes monacales”.

Una vez suprimidos los conventos y nacionalizados sus bienes, por Decreto de 19 de febrero de 1.836 (Gaceta de Madrid, de 21/02/1.836) se declaran en venta “todos los bienes raíces de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las comunidades y corporaciones religiosas extinguidas y los demás que hayan sido adjudicados a la nación por cualquier título o motivo, y todos los que en adelante lo fueran desde el acto de su adjudicación”. Para el inventariado y venta en pública subasta de los bienes expropiados se creó la Junta Nacional de Bienes Nacionales, la cual delegó, por razones organizativas sus competencias en las Juntas Provinciales legitimadas ad hoc. La descoordinación de estos órganos y, sobre todo, el no establecer un mecanismo de verificación eficaz sobre los que administraban y custodiaban en última instancia los enseres intervenidos, terminó convirtiendo el proceso de venta en un auténtico expolio. Sobre los inmuebles, por razones obvias, existió un mayor control, y, por tanto, puede determinarse la dirección que cada uno de ellos siguieron.

Uno de los destinos de estos bienes, y que interesa especialmente a nuestro caso, surgió con el Decreto que 09 de marzo de 1.834 (Gaceta de Madrid de 10/03/1.834) por el que se volvían a establecer que “todos los bienes raíces, muebles y semovientes y acciones de todas las casas de comunidad de ambos sexos […] se aplicarán a la Real Caja de amortización para la extinción de la deuda pública”, aunque preveía en su artículo 24 que también “podrán destinarse a establecimientos de utilidad pública los conventos suprimidos que se crean a propósito”. Este norma derivó en la Ley de 29 de julio de 1.837 (Gaceta de Madrid de 04/08/1.837, que calca de forma exacta el texto del artículo 24 del referido decreto.

Si volvemos, a la certificación registral existente sobre nuestro convento, leemos “Fue cedido al Ayuntamiento por Real Orden de catorce de febrero de mil ochocientos cuarenta y nueve (…) hallándose destinado para establecer escuelas de instrucción primaria y acuartelar la guardia civil”. Es decir, en virtud de las leyes generales de desamortización del periodo comprendido entre 1.835 y 1.842, el convento fue nacionalizado, pero en vez de pasar a pública subasta, el Ayuntamiento de entonces decidió darle una utilidad pública instalando en el edificio una escuela y el cuartel de la guardia civil. Realizada dicha petición a la Junta Nacional de Bienes Nacionales, éste, como órgano competente de acuerdo al procedimiento establecido en el Decreto de 26 de julio de 1.842, resolvió a través del instrumento de la Real Orden, como venía siendo habitual en estos casos, autorizar la cesión de forma gratuita del inmueble al consistorio, “y desde esta fecha esta en posesión (d)el pueblo”.

A partir del año 1.844, se da un vuelco a la situación. El Decreto de 26 de julio de 1.844 (Gaceta de Madrid de 13/08/1.844) suspende la venta de bienes nacionalizados del clero “hasta que el Gobierno, de acuerdo con las Cortes, determine lo que convenga”. El 03 de abril de 1.845 (Gaceta de Madrid de 08 de abril) se aprueba una Ley con un único artículo: “Los bienes del clero secular no enajenados, y cuya venta se mandó suspender por Decreto de 24 de julio de 1.844, se devuelven al mismo clero”. Llama la atención, si no el desconcierto que puede crear el baile de cifras, puesto que en 1.844 se suspenden las enajenaciones, en 1.845 se ordena la devolución de los bienes no enajenados y el inmueble se adjudica en 1.849. Esto se debe a que los plazos en los que la Administración central en el siglo XIX no son los que existen ahora, por lo que bien pudo hacerse la petición por parte de nuestro consistorio con anterioridad al Decreto de 1.844 y la Ley de 1.845, cuando el edificio fue efectivamente nacionalizado y ocupado, pero no resolverse ni adquirir firmeza hasta el año 1.849. Esta hipótesis viene refrendada por casos similares y cesiones realizadas, incluso en el año 1.850 y posteriores.

Con todo, la más que posible inseguridad jurídica generada por las normas de 1.844 y 1.845 fue eliminada por el Concordato del Reino de España con la Santa Sede de 1.851. Estos concordatos, sin querer extenderme en este punto, equivalen a cualquier tratado internacional con terceros estados, por lo que, una vez autentificados, se incorporan a nuestro derecho y gozan de plena eficacia en nuestro ordenamiento jurídico. En el texto concordatario de 1.851, respeto al proceso desamortizador, prevé lo siguiente: (a) se derogan todas las disposiciones contrarias al texto del concordato con carácter vinculante para futuras leyes estatales; (b) acepta la plena validez de las enajenaciones llevadas a cabo hasta la fecha de los bienes eclesiásticos en base a las leyes desamortizadoras; (c) los bienes en manos del Estado no enajenados deberán devolverse a las órdenes religiosas; (d) la Iglesia deberá proceder a la venta de los bienes devueltos convirtiendo el precio en suscripciones de Deuda del Estado. El Concordato se completaba con la aprobación del Convenio-Ley de 04 de abril de 1.860 que, recogía los principios marcado por el Concordato, y, primero, reconocía a la Iglesia Católica como “propietaria absoluta de todos y cada uno de los bienes que le fueron devueltos por el Concordato” y, segundo, regulaba el mecanismo de permutación de esos bienes por deuda pública. Atendiendo al texto literal de ambas normas, ninguna de ellas hacía referencia de los inmuebles cedidos a los Ayuntamientos, y que no entraban por tanto en encaje en la categoría de aquellos que se habían enajenados a particulares.

Esta imprecisión dio lugar a que en años cercanos, ya entrado el siglo XX, algunas órdenes religiosas, iniciaran una proceso reivindicatorio ante los Tribunales de Justicia de los bienes arrebatados en la época de la desamortización y que no pudieron ser recuperados vía Concordato de 1.851 y Convenio-Ley de 1.860. Existen casos para todos los gustos, pero hemos de restringir la casuística a aquellos que tratan de bienes eclesiásticos cedidos por parte del Estado en virtud de un destino de “utilidad pública” conforme al artículo 24 de la Ley de 29 de julio de 1.837. Sobre este asunto el Tribunal Supremo ha mantenido dos doctrinas contradictorias.

En un primer momento, la dirección la marcó la sentencia de 10 de diciembre de 1.983 (ROJ\1983\6928), estableciendo que, en definitiva, a los efectos de aplicación de la Ley de 03 de abril de 1.845, del Concordato de 1.851 y del Convenio de 1.860, los bienes del clero, expropiados por las leyes de desamortización del periodo 1.835-42, que pasaron a destinarse a fines de utilidad pública son también bienes en poder del Estado no enajenados y, por tanto, su propiedad debió ser recuperada por la Iglesia Católica, siendo la Administración, en la actualidad, “mera retenedora de la posesión de esos bienes”.

Posteriormente, se impuso una segunda doctrina, contraria a la anterior. Ésta comienza con la sentencia de 30 de abril de 1.997 y se confirma con la sentencia, más reciente, de 18 de diciembre de 2.000. En la primera resolución, el alto tribunal acude al Concordato de 1.953 para dar por zanjada la cuestión. Según su ponente, “el Concordato entre el Estado español y la Santa Sede, de 27 de agosto de 1.953, termina clara y expresamente con toda cuestión jurídica derivada de leyes desamortizadoras. Se compromete el Estado a satisfacer ayudas económicas a la Iglesia y ésta da por zanjada e inoperante cualquier tema sobre la desamortización de hacía ya mas de un siglo”, concluyendo que la propiedad pertenece al Estado. Como quiera que esta peculiar interpretación de máximos del artículo XIX, apartado 2, del Concordato de 1.953, referido a las indemnizaciones, no convenció a la doctrina científica, en su sentencia de 18 de diciembre de 2.000 el Tribunal Supremo tuvo la oportunidad de ser más riguroso en su argumentación. En esta ocasión vuelve a atribuir la propiedad a la Administración, pero esta vez, entiende el pleno que ni la Ley de 1.845, ni el Concordato de 1.851 ni el Convenio de 1.860, en el caso de cesión del edificio, implican que la Iglesia recuperara la propiedad puesto que “se produjo una pérdida del dominio por una parte y un modo de adquisición de la propiedad ‘ex lege’ por otra; ésta es su naturaleza jurídica; en virtud de unas leyes, como dice la sentencia de 30 de abril de 1.997, cuya justificación social, económica y política es indiscutible, realizándose la pérdida de la propiedad de bienes por parte de la Iglesia y la venta en pública subasta y subsiguiente adquisición por los particulares o la adquisición directa a título gratuito por corporaciones, como el caso presente”. En definitiva, la concesión a los Ayuntamientos por el procedimiento adecuado al Decreto de 1.842 constituía una verdadera trasmisión de la propiedad, igual que lo era la enajenación en subasta pública, a pesar de su gratuidad, lo que suponía que esos bienes ya no pertenecían al Estado y por tanto, no podían ser devueltos.

Con todo, nuestro Ayuntamiento, el gobernante en 1.862, hizo gala de una diligencia extraordinaria para la época y no quiso que fuera un Tribunal el que diera respuesta a la pregunta con la que iniciamos este extenso relato. Aunque eso lo dejo para una segunda parte.